Pedagogía para la práctica social: notas de materiales y técnicas para el arte social
INTRODUCCIÓN
El presente texto proviene de tres capítulos de un libro que será publicado este año, destinado a proporcionar herramientas de referencia para estudiantes de arte y aquellos interesados en aprender más acerca de la práctica del arte público/comunitario o del intercambio social a través de los dispositivos de la pedagogía. Fui motivado a escribirlo gracias a una invitación por parte de los artistas Harrell Fletcher y Jen de los Reyes para dictar un curso en la Universidad Estatal de Portland sobre el tema de la práctica social, lo que me llevó a buscar material de lectura sobre el tema.(1)
En los Estados Unidos, el establecimiento de la práctica social en las escuelas de arte se remonta a hace unos cinco años, más o menos, según la literatura académica que aborda el fenómeno. Aunque varios académicos y escritores están empezando a centrarse en este tema, hay una brecha entre los debates teóricos sobre el arte socialmente comprometido y las cuestiones en torno a su aplicación efectiva. Los textos académicos existentes de autores como Claire Bishop, Tom Finkelpearl y Shannon Jackson, si bien teorizan sobre estas prácticas, por lo general no se ocupan de aspectos metodológicos o de las cuestiones prácticas valga la redundancia de la práctica social.
Al pensar en cómo otras áreas del arte (pintura, grabado, fotografía) cuentan con manuales técnicos que le sirven de guía al artista para lograr los resultados que busca, llegué a la conclusión de que los que ejercemos la práctica social necesitamos de textos propios de referencia práctica. Pensé que sería útil poner a disposición una obra que se presenta como el resultado de los conocimientos concretos, experiencias y conclusiones derivadas de los usos específicos de los diversos formatos interactivos, métodos discursivos y pedagógicos conectados a situaciones de la vida real. El objetivo de estos fragmentos preliminares, por lo tanto, no es servir como un texto teórico, sino ofrecer ejemplos de las posibles formas de utilizar el arte en el ámbito social mediante la descripción de los debates en torno a la teoría y algunas de las más conocidas y exitosas aplicaciones de estas ideas.
El proyecto, lo confieso, tiene a su vez un cierto propósito político. La pedagogía en museos es tradicionalmente supeditada a la curaduría; aquí, en cambio, se intenta demostrar el creciente papel de los procesos de índole pedagógica en la práctica artística actual y la posición única de la disciplina educativa, en vez de la curaduría tradicional, como fuente de conocimiento para toda aquella obra que se basa en el proceso y la interacción social.
Debido a que no hay ningún plan de estudios establecido para la práctica social, existe la necesidad de construirlo desde el principio. Las meras Historia y Teoría del Arte no son suficientes: si bien son fundamentales para proporcionar un marco histórico y contextual de nuestra práctica, la práctica social es una forma de actuación en el campo social expandido, y como tal tiene que romper, al menos temporalmente, con su propia autorreferencialidad (no es casualidad que el término «práctica social» evite la palabra «arte»). Uno tiene que recurrir a una combinación de disciplinas que incluyen al teatro, la pedagogía, la etnografía, la antropología y la comunicación, entre otras. Cada artista construye su vocabulario de manera diferente a partir de una combinación de estas, en función de sus intereses y necesidades.
Reconozco que mi interés en utilizar la pedagogía como marco de referencia principal para la práctica social se debe a un prejuicio personal: ejercí la educación de arte y mi trabajo como artista al mismo tiempo, en 1991, cuando empecé a trabajar en el Departamento de Educación del Museo del Instituto de Artes de Chicago, a la vez que estudiaba artes visuales. Poco a poco me di cuenta de los paralelismos entre el arte y el proceso de la educación. La experiencia me ha llevado a creer que algunos de los mayores desafíos de la creación de obras de práctica social pueden ser abordados con éxito remitiéndose al campo de la pedagogía, que históricamente ha navegado territorios similares. Hoy en día no es ningún secreto que las metodologías pedagógicas para interactuar con el público, los métodos basados en la investigación y el diálogo colaborativo brindan un marco ideal para las prácticas conceptuales basadas en procesos de colaboración. No es de extrañar que los artistas que trabajan en este ámbito se sientan a gusto en los departamentos de educación de los museos.
El objetivo aquí no es convertir la práctica social en un conjunto de reglas académicas: busco establecer que el arte de práctica social no puede ser creado productivamente, o significativamente, dentro de un vacío de conocimiento, y que se requieren estructuras determinadas para apoyar esta práctica. Los artistas que desean trabajar con comunidades pueden beneficiarse mucho de los conocimientos acumulados por la pedagogía para tomar decisiones informadas sobre cómo participar y establecer la construcción de intercambios y experiencias significativas. El objetivo no es convertirnos en etnógrafos aficionados, sociólogos o educadores, sino llegar a un mejor entendimiento de las complejidades de los campos que han estado allí antes que nosotros, aprender algunas de sus herramientas, y transponerlas al territorio fértil del arte para generar puntos de vista y descubrimientos significativos.
DEFINICIONES
¿Qué se quiere decir al referirse al término «práctica social»?(2)¿Acaso son sinónimos la sociabilidad, la participación y el compromiso social? Cuando uno se refiere a un arte «socialmente involucrado», ¿qué implica esa descripción acerca de otros tipos de arte?
Como paso principal para entender estas nuevas prácticas, es necesario tratar de definir lo que se entiende por «arte socialmente involucrado», cómo se relaciona con el actual concepto de «práctica social» y por qué este modo de hacer arte difiere de otros tipos de arte. Debido a que la terminología en torno a esta práctica es muy porosa, es necesario crear una definición provisional de la clase de trabajo a la que me estoy refiriendo.
Para empezar por lo obvio: todo el arte, en la medida en que se crea para ser comunicado a los demás, es social. El arte es también social en cuanto representa una conversación entre dos o más individuos. Sin embargo, decir que todo arte es social no lleva muy lejos en la comprensión de la diferencia entre una obra estética, como una pintura, y una interacción social que se proclama como la práctica artístico-social. ¿Cuál sería la diferencia entonces?
Todo arte es social, pero también puede hacerse una distinción: solo ciertas obras de arte exigen la participación directa en su proceso de creación, como parte central de la obra. Esto significa que si bien una pintura de acción es un registro de las pinceladas gestuales que la produjeron, el acto de ejecución de estas pinceladas en sí mismo no es el objetivo principal de la obra (de lo contrario, la pintura no tendría por qué ser preservada). En cambio, la técnica china de pintar en el agua o una mandala están inextricablemente ligadas al proceso de su fabricación, y la eventual desaparición de la mandala o la pintura de agua es coherente con su identidad efímera. De manera similar, la noción de que el proceso de pensamiento es la obra y la materialidad de la obra es opcional son ideas centrales para el conceptualismo.
La lógica de la práctica social continúa existiendo dentro de esa misma tradición del arte conceptual. Pero esto no significa decir que todo el arte procesual sea también socialmente involucrado. De otra manera, una escultura de Donald Judd no sería diferente de un performance de Thomas Hirshhorn, por ejemplo, cuando el minimalismo enfatiza procesos que eliminan la participación física del artista en la producción.
Esta caracterización, que tal vez resulte un poco tediosa, es quizá menos importante que la necesidad de definir lo que se entiende por «social», por la noción de contrato y por el término «interacción». Si bien no hay un acuerdo definitivo sobre lo que constituye una interacción significativa, lo que parece caracterizar el arte socialmente involucrado es el hecho de que depende de las interacciones sociales para existir.
La construcción de la noción de arte socialmente involucrado, tal como se entiende hoy en día, sigue siendo un trabajo que, dependiendo de quién la describa, puede abarcar una genealogía que se remonta a la vanguardia y se expande de manera significativa en la aparición del posminimalismo.
En décadas anteriores, el arte basado en la interacción social fue identificado a veces como «comunidad artística», «colaboración», arte «participativo», «dialógico», «público» y «relacional», entre muchos otros términos. Es común que la redefinición de un determinado tipo de arte nazca de la necesidad de trazar una línea entre las generaciones, para evitar el bagaje histórico de una obra realizada en un periodo anterior. En la actualidad, el término «práctica social» ha cobrado prominencia en las publicaciones recientes, simposios y exposiciones, y en la medida que resulta favorecido en su uso de manera más general, requiere un análisis más detallado.
Es interesante que el favorecido término «práctica social» excluya la palabra «arte», lo que denota un distanciamiento crítico de otras formas de hacer arte. Una posible explicación es que este término busca alejarse de la noción misma del artista como entidad individual y eje central de la creación. El arte socialmente involucrado es casi por definición un tipo de arte en que el protagonismo del autor puede entrar en conflicto con las nociones de participación o colaboración sobre las que se construye.
Sin embargo, el cambio del término «arte» por el término supuestamente más profesional de «práctica» también plantea la pregunta de por qué tal actividad debe existir en el campo del arte. Aunque pueda parecer retórica, esta es una pregunta importante, pues los estudiantes de arte atraídos por esta forma de creación a menudo se cuestionan si sería más útil abandonar el arte por completo para dedicarse a ser profesionales en el ámbito de la sociología, el activismo, etc. La «práctica social» no solo se posiciona incómodamente entre las disciplinas que tienen marcos firmes de funcionamiento y reconocimiento, sino que además está en contradicción con la infraestructura del mercado capitalista del mundo del arte: el trabajo socialmente comprometido, en general, no solo es difícil de coleccionar, sino que el culto al artista individual resulta ser un problema ético para un artista cuyo trabajo gira en torno a cómo trabajar con los demás y/o que fomenta ideales como la democracia y la colaboración. Como resultado, muchos artistas buscan formas en las que puede renunciar no solo al proceso mismo de las decisiones de la obra, sino también a la autoría misma.
Esta incómoda posición del artista entre la práctica social como arte y las disciplinas sociales externas al arte es probablemente irresoluble, a la vez que necesaria.
Como tal, los enlaces directos y el conflicto con el arte y la sociología deben ser abiertamente declarados, y la tensión debe ser reconocida. Esto significa dos cosas: en primer lugar, que si bien el artista socialmente involucrado puede y debe desafiar el mercado del arte, tratando de redefinir la noción de autoría, no puede renunciar a ella plenamente sin renunciar por completo a existir en el ámbito del arte. Esto no quiere decir que los artistas deban recurrir a las formas tradicionales de la autoría, sino que la noción de autoría debe entenderse en su mayor complejidad, no relegada tan solo a la definición tradicional del genio iluminado, sino como un reconocimiento de responsabilidad. La autoría es también el liderazgo, y sus alternativas (por ejemplo, el decir que uno es solo «habilitador» de una experiencia) son demasiado débiles para mantenerse en el ámbito social, sin que causen dispersión y caos. En segundo lugar, hay que trascender la acusación común de que un artista que trabaja en el ámbito social es un antropólogo o sociólogo aficionado. La práctica social es un tipo de hacer arte que reúne los elementos y condiciones, los temas y problemas que normalmente pertenecen a otras disciplinas, pero que son desplazados temporalmente a un espacio de ambigüedad. Este desplazamiento temporal al territorio del arte es lo que puede aportar nuevas perspectivas sobre un problema o condición particular, y a su vez hacerlo visible a otras disciplinas.
PRÁCTICA REAL Y PRÁCTICA SIMBÓLICA
Uno de los pasos principales para la comprensión del arte socialmente involucrado es la distinción entre lo que describiré como una práctica simbólica y una real. Para poner algunos ejemplos:
Un artista o grupo de artistas crean una «escuela alternativa de arte», proponiendo un enfoque nuevo y radical de enseñanza. El proyecto no solo se presenta como un proyecto de arte, sino también como una escuela activa. Sin embargo, en cuanto a su currículo y programa, la «escuela» se asemeja bastante a una normal, si bien el tema de las asignaturas es más variado. Los cursos en su contenido y el formato no se diferencian de la estructura de la mayoría de cursos de educación continua. Por otra parte, las conferencias y la asistencia tienden a la autoselectividad, hasta el punto de que los participantes del curso no son el público en general, sino estudiantes de arte, artistas o iniciados en el lenguaje del arte contemporáneo. Estrictamente hablando, el proyecto no constituye una propuesta alternativa ni radical de educación, ni tampoco corre muchos riesgos, pues no se extiende más allá de la esfera de los conversos.
Un segundo ejemplo: un artista propone la creación de un mitin político sobre un asunto local. El proyecto, que es apoyado por un centro de arte local en una ciudad de tamaño medio, no logra atraer a muchos residentes locales quizás una docena de personas, que en su mayoría trabajan en el centro cultural. Llevan a cabo una manifestación fuera de este centro, la cual se documenta en video y se presenta como parte de una exposición. Al final se puede decir verazmente que el proyecto incluyó un mitin político, si bien este fue creado artificialmente.
Estos dos ejemplos ilustran obras que se consideran política o socialmente involucradas, pero que lo son solo por el acto de la representación de ideas o temas. En realidad, estas obras exploran temas sociales o políticos solo a nivel alegórico, metafórico o simbólico; esto quiere decir que, por ejemplo, un cuadro sobre los problemas sociales no es muy diferente a un proyecto de arte público que pretende ofrecer una experiencia social, pero que solo lo hace de una manera simbólica.
No vale mucho la pena en este momento entrar al debate de cuestionar si una práctica simbólica puede ser significativa (aunque argumentaría que sí lo puede ser). La pregunta más relevante concierne a cómo la acción contribuye a reunir, afectar y transformar de forma significativa y crítica a un grupo de personas, a una comunidad.
COMUNIDAD
«Comunidad» es una palabra que no puede desvincularse de la práctica social, pues esta última no solo depende de una comunidad, sino que se percibe como un mecanismo de construcción de comunidades (aunque sean temporales o efímeras).
Una pregunta menos debatida es qué tipo de comunidad aspira a crear la práctica social. Shannon Jackson (2011, 43) ha señalado con razón que un mural comunitario realizado con niños y el trabajo de Santiago Sierra de pagar a los trabajadores para realizar una tarea degradante entran perfectamente dentro de la definición de «arte comunitario» y, sin embargo, ambos no podrían ser más diferentes el uno del otro. También plantean dudas sobre los límites de la autocrítica y la ética que operan en el arte al interactuar con un grupo de personas.
Aunque sin duda es una actividad loable, el típico mural comunitario cumple su objetivo al reducir el aspecto crítico de la forma y del contenido y promover, no obstante, valores sociales positivos y bienestar colectivo. En el extremo opuesto del espectro, en el trabajo de Sierra se explota a individuos para denunciar la explotación; un gesto conceptual de gran alcance que, sin embargo además de que de manera abierta abarca una contradicción ética al denunciar lo que por sí mismo comete, es dependiente de una transacción financiera (los participantes de Sierra están motivados por la remuneración, no por su propia voluntad o por su amor al arte). La comunidad de Sierra es una comunidad contratada.
En ambas instancias, el impacto que la obra genera en la comunidad deja algo que desear. En el caso de Sierra, el debate principal alrededor de su obra es el de si es posible separar todo tipo de consideraciones éticas al ver su obra, y en el caso del mural comunitario, es si es posible apreciar una obra que no ofrece mayor reflexión crítica o cuestiona la práctica misma del arte.
Para complicar más las cosas, puede decirse que una obra de práctica social es exitosa en la medida en que fomenta lazos comunitarios. Sin embargo, ¿qué sucede cuando la comunidad que fomenta es una de derecha, de grupos de odio o racista? Estas preguntas apuntan a la cuestión sin resolver sobre la clase de objetivos e impacto que se busca causar en una comunidad.
Como mencioné antes, todo arte invita a la interacción social, pero en el caso de la práctica social es el proceso en sí mismo la producción de la obra lo que es social. Por otra parte, la práctica social se caracteriza por una activación de la opinión pública de maneras que van más allá de su papel de receptora meramente pasiva. Aunque en el arte contemporáneo muchas obras realizadas en las últimas cuatro décadas han fomentado la participación del espectador (las obras de Fluxus, las instalaciones de Félix González-Torres e, incluso, la mayoría de obras asociadas a la estética relacional, como las comidas de Rirkrit Tiravanija), esta participación sobre todo se lleva a cabo ya sea mediante el cumplimiento de la ejecución de una idea (por ejemplo, las obras-instrucciones de Fluxus) o por la participación de flujo libre de la obra en un entorno social de composición abierta (compartiendo una comida).
La práctica social, en la forma en que generalmente se ha manifestado hoy, se diferencia de estos trabajos previos en los cuales a menudo la participación social activa y el trabajo promueven ideas como la habilitación, la criticalidad (criticality) y la autosustentabilidad. Al igual que el arte político y activista inspirado en las ideas del feminismo y los discursos identitarios de la década de los ochenta, la práctica social por lo general tiene una meta, pero su énfasis no es tanto el acto de protesta como el deseo de convertirse en una plataforma o una red para que otros se unan en las formas en que los efectos del proyecto puedan durar más que su presentación efímera.
La razón por la cual la obra de Sierra o la realización de murales comunitarios no aparecen como resultados ideales para la práctica social es que se refieren en realidad a modelos más convencionales de la interacción social, ya sea a la total armonía o a la confrontación total. Ninguno de estos extremos conduce fácilmente a un diálogo crítico productivo.
La práctica social debe entonces ser entendida en la forma en que se expande el alcance de los participantes fuera de la esfera del arte. Históricamente, la mayoría del arte participativo se ha producido dentro de los confines de la esfera del arte, ya sea en una galería, museo o evento, a los que los visitantes llegan predispuestos a tener una experiencia vinculada al arte, o ya compartiendo un conjunto de valores e intereses que los conectan con el arte. Los proyectos de práctica social más ambiciosos son aquellos que operan en el ámbito público (la calle), el espacio social abierto, el mundo exterior exento de los marcos institucionales del arte; una tarea que presenta muchas variables y que solo unos pocos artistas pueden llevar a cabo con éxito.
Tal vez la descripción más aceptada sobre qué tipo de comunidad se crea con la práctica social es la de una comunidad emancipada, una que, en palabras de Rancière (2008), es «una comunidad de narradores y traductores», en el sentido de que sus participantes voluntariamente se involucran en una interacción lo suficientemente crítica y que genera una experiencia enriquecedora, incluso con la posibilidad de reproducirla con otros.
Para comprender en qué consiste esta interacción «emancipada», es importante discutir lo que significa interactuar o participar en una obra.
ESTRUCTURAS Y NIVELES DE PARTICIPACIÓN
Hay tantos tipos de participación como proyectos participativos, pero se tiene que aclarar que el éxito de un determinado proyecto de práctica social debe ser parcialmente entendido en términos de la profundidad de interacción que se está logrando.
La definición de participación puede ampliarse al punto de que la palabra puede perder su significado radial. Cuando entro a ver una exposición, ¿estoy participando? ¿Solo se vivencia una obra participativa cuando uno está participando activamente en la realización de la obra? Si me encuentro en medio de una pieza de participación y me niego a participar, ¿no he vivenciado la obra?
Podría decirse que todo arte es participativo, ya que requiere de la presencia de un espectador, y ese mismo acto de estar ahí en frente de la obra puede considerarse una forma de participación. De ahí la importancia de calificar las condiciones de dicha participación, para entenderlo en el marco de tiempo durante el cual sucede.
En realidad, algunas de las obras de práctica social más sofisticadas ofrecen ricas capas de participación que se manifiestan de acuerdo con el nivel de compromiso requerido del espectador. Propongo las siguientes categorías:
1. Participación nominal. El visitante o espectador contempla el trabajo en forma reflexiva, pero con una distancia pasiva.
2. Participación simbólica. Al visitante se le pide que complete una tarea sencilla para contribuir a la creación de la obra (por ejemplo, Wish Tree de Yoko Ono).
3. Participación creativa. El visitante participa activamente en un proceso de diálogo o de creación a través del cual se desarrollarán sus propios pensamientos e ideas, con lo que contribuirá al contenido de la obra.
4. Participación colaborativa. El visitante tiene la responsabilidad de tomar la estructura previamente establecida y contribuir a la modificación de esta estructura, así como de los trabajos resultantes de esta estructura.
A partir de esta lista provisional no debe inferirse necesariamente que una obra en que la participación funcione solo a nivel nominal o simbólico sea menos exitosa o más deseable que una de participación colaborativa. Sin embargo, es importante mantener estas distinciones en mente por lo menos por tres razones. En primer lugar, ayudan a tener un mejor conocimiento de las metas que se imponen cuando se crea un marco participativo. En segundo lugar, estas diferenciaciones pueden servir como una referencia útil cuando se trata de situar una obra entre su pretendida intención y su actualización. En tercer lugar, el grado de participación está íntimamente relacionado con la forma en que una obra construye una experiencia comunitaria.
Además del grado de participación, es igualmente importante reconocer la predisposición hacia la participación que las personas puedan tener en un proyecto en particular. En el trabajo social, las clases de interacción de individuos o comunidades (a menudo referidos como «clientes») con los que se relaciona el trabajador social se dividen en voluntaria, no voluntaria e involuntaria. Como indican los términos, las personas que de forma activa participan en una actividad son de carácter voluntario; los que son obligados a participar son no voluntarios, y los que caen en el categoría de involuntarios son aquellos que pueden encontrar un proyecto en un espacio público, o pueden participar en una situación sin tener pleno conocimiento de que se trata de un proyecto artístico.
Obtener una mayor conciencia de la predisposición de los participantes en un proyecto determinado ayuda a establecer las estrategias de interacción más adecuadas. Si un participante se ha visto obligado a formar parte del proyecto debido a razones externas, puede ser beneficioso para el artista reconocer ese hecho, y si el objetivo es incentivar a la persona, se pueden tomar medidas para producir una mayor identificación entre la persona y el proyecto. En el caso de los participantes involuntarios, el artista tiene que tomar una decisión importante en cuanto a si la acción debe permanecer escondida de ellos o si deben ser conscientes en algún momento de su participación en el proyecto de arte.
TIEMPO Y ESFUERZO
La relación entre la inversión de tiempo y la calidad de la interacción en un entorno participativo es otro aspecto para el cual el campo de la educación puede ser muy útil.
Si hay algo común entre todas las metodologías pedagógicas es el énfasis en la inversión de tiempo para cada objetivo concreto. Algunos objetivos educativos simplemente no se pueden lograr si no se está dispuesto a invertir el tiempo necesario: no es posible aprender un idioma en un día, nadie puede convertirse en un experto en artes marciales en un taller de fin de semana, etc. De forma similar, muchos de los problemas que se suelen presentar en proyectos comunitarios residen en el hecho de que no son realistas en términos de la relación de sus metas con el marco de tiempo en que estas han sido concebidas.
La educación puede ayudar a alcanzar metas realistas dentro de un marco determinado de tiempo. En un museo, es posible llevar a cabo un taller de arte para una escuela, pero la escuela debe comprometerse a fijar un plazo de tres horas, por ejemplo, para que esto sea logrado. Una visita guiada de una hora en un museo para un público no especializado no puede convertir a los visitantes en especialistas de arte, pero podría ser suficiente para inspirar interés en un tema o para desarrollar ideas en torno a un tipo particular de arte o artista. De manera que un artista interesado en realizar un tipo de interacción puede basarse en modelos educativos equivalentes de interacción para determinar el balance adecuado de metas, recursos, y marcos de tiempo.
CONVERSACIÓN Y DIÁLOGO
El libro de Grant Kester, Conversation Pieces (2004), fue una contribución fundamental al reconocimiento y la validación de la existencia y pertinencia de un arte dialógico, que hoy es en gran medida visto como una forma común de la práctica social.
Sin embargo, a pesar del trabajo de Kester y de otros libros que le siguieron, existe poca literatura que estudie la dinámica real de las conversaciones que tienen lugar dentro del contexto de la práctica social. Por lo general, cuando en el mundo del arte se promueve un proyecto que utiliza la conversación como eje central, se suele poner poco énfasis en el contenido o estructura de la conversación en sí, como si el simple acto conceptual de generar conversación fuera suficiente. Ahora bien, si la intención es entender realmente el intercambio verbal con los demás como una herramienta, es necesario tener una comprensión más matizada de la relación entre el arte y el habla, y reflexionar sobre la forma en que uno afecta al otro, tanto para obtener una perspectiva crítica como para poder fomentar experiencias más significativas con los participantes.
A lo largo de mis años de trabajo en museos, y de seguir los discursos críticos y curatoriales del arte contemporáneo, siempre me ha llamado la atención el poco énfasis que se le da al diálogo o al debate, y cómo se favorece, en cambio, la exposición de tesis tanto en los ensayos curatoriales y en los eventos públicos como en las revistas de arte. La práctica más cercana al diálogo es la entrevista, aunque primordialmente este mecanismo se utiliza para facilitar el monólogo de un artista u otro personaje influyente. Los verdaderos debates en torno a temas de estética son raros y sorpresivos cuando ocurren. Esta indiferencia al diálogo posiblemente podría explicarse por la influencia de filosofía posmoderna francesa (Foucault, Derrida, etc.) en la teoría del arte contemporáneo, dado que para estos pensadores el diálogo es un método defectuoso de comunicación, limitado por estructuras de poder y logocentrismo. La tradición de la educación, en contraste, proviene de la hermenéutica de Gadamer, del pragmatismo de Dewey, del neopragmatismo de Habermas y Rorty, de la filosofía de Paulo Freire y de otros para los que el acto de conversar es un proceso emancipatorio. Al pensar en práctica social, es esta línea de pensamiento la que puede otorgar una visión más clara de las problemáticas y potencial del diálogo.
El diálogo, por otra parte, se ubica cómodamente entre la pedagogía y el arte porque históricamente ha existido no solo como una herramienta pedagógica, sino como una forma de enriquecimiento individual que requiere tanta experiencia como cualquier delicada artesanía. Cuando la gente se refiere al «arte de la conversación» o al «arte perdido de la conversación», reconoce que el intercambio verbal es algo que requiere experiencia, imaginación, creatividad, ingenio y conocimiento. En un famoso ensayo sobre el tema, Thomas de Quincey describe la conversación como algo emergente de la necesidad del «comercio coloquial de pensamiento», «un poder separado y sui generis», cuya compleja construcción se encuentra «no en las pirámides o en las tumbas de Tebas, sino en las canteras en bruto de la mente de los hombres, que son tantas y tan oscuras» (De Quincey 1910, 20). En otras palabras, el acto de conversar ha sido percibido por generaciones como una práctica cultural.
Sería imposible abordar aquí la multiplicidad de formatos que el intercambio verbal puede adquirir diálogo, conversación, debate, etc. en función de su nivel de formalidad; por ello me limitaré a describir la relación contenido-formato en lo que, a mi parecer, concierne a los intereses principales de la práctica social.
CONTENIDO-FORMATO
En el caso de la práctica social, los proyectos que entran en esta categoría tienden a favorecer estructuras de conversación menos formales. Sin embargo, las estructuras abiertas dependen de una espontaneidad de intercambio que es difícil de generar o de moderar. Los intercambios informales pueden ser impredecibles, pueden resultar interesantes o llevar a ninguna parte.
Es cierto que una obra puede consistir en la creación de un espacio donde cualquier clase de conversación podría tomar lugar. En otros casos, una obra simplemente existe para presentar la apariencia de una conversación significativa, donde la idea de conversar, pero no la conversación en sí, es el aspecto relevante. Este tipo de obras no conciernen aquí, ya que son equivalentes a lo que se discutió anteriormente en términos de proveer solo una ilustración simbólica de la interacción.
En la mayoría de los proyectos de arte dialógico, por el contrario, los artistas no se satisfacen con tener cualquier conversación. Si la conversación es el centro o no de la obra, los objetivos buscan, por lo general, llegar a un entendimiento común sobre un tema determinado, dar a conocer o debatir un tema en particular, o colaborar juntos para lograr un producto final. Si estos son los objetivos, y si no se desea aventurarse a la posibilidad de un intercambio vacío, se necesitan estructuras para desarrollar una conversación productiva, y para ello se puede recurrir a metodologías pedagógicas de enseñanza dialógica.
Las estructuras de la conversación tienen dos tipos de variables: una es la especificidad del contenido (tema) y la otra es la especificidad del formato. Para tener una idea de la forma en que estas dos variables se interrelacionan, puede considerarse el siguiente diagrama:
Dependiendo de cómo se estructuran el tema y el formato de un acto de conversación, estos pueden caer dentro de los formatos familiares de la conferencia, el debate, el teatro tradicional o la conversación informal de la vida diaria.
El nivel de dirección y las restricciones de formato en un acto de conversación necesariamente reducen las posibilidades de interacción con el público o los participantes, poniéndolos en una situación de recepción pasiva, como es el caso cuando uno asiste a una producción tradicional de teatro o una conferencia académica. En contraste, los formatos y temas abiertos son, básicamente, la clase de comunicación de la vida cotidiana: la conversación informal, el intercambio casual que puede tener la gente en la calle, etc. Una sesión de lluvia de ideas es un formato de intercambio abierto que tiene, por lo general, una directiva u objetivo, como resolver un problema u obtener una nueva idea para un proyecto, etc.
Las categorías anteriores solo describen conjunciones de formato y contenido que se derivan de determinados modelos discursivos familiares; pero por sí solas no son suficientes para describir adecuadamente un proyecto de tipo discursivo. De hecho, muchos de estos proyectos a menudo se basan en un cambio de formato, que oscila en el tiempo entre la presentación formal, el debate y la conversación libre. No obstante, esta división provisional puede ayudar a alguien a obtener una comprensión crítica de un proyecto concreto mejor de lo que parece ser por su valor nominal. Es bastante común que en un proyecto de arte se afirme que se trata de una «conversación» o «debate» cuando en realidad es más un monólogo o una conversación no estructurada. Una vez que se utiliza este panorama general, es bastante claro lo que los proyectos de arte discursivo operan en condiciones más o menos limitadas y convencionales.
Cuando se ha reconocido o establecido la relación contenido/formato en un proyecto discursivo, se puede determinar el nivel de compromiso que existe, o que se busca generar, entre un grupo de interlocutores. Uno de los medios más populares para medir el nivel de compenetración y/o debate entre un grupo de interlocutores es la taxonomía desarrollada por un grupo de educadores a mediados del siglo XX dirigidos por Benjamin Bloom. La taxonomía de Bloom incluye seis niveles de comprensión: 1) conocimiento, 2) comprensión, 3) aplicación, 4) análisis, 5) síntesis, y 6) evaluación.
La taxonomía sitúa el primer nivel (conocimiento) como la etapa básica, donde el interlocutor absorbe los hechos o información. En los niveles superiores, el interlocutor es capaz de asimilar este conocimiento para aplicarlo a situaciones nuevas y migrar estos conocimientos para estudiar problemas nuevos. En el nivel superior de la taxonomía, la evaluación, los interlocutores serían capaces de comprender problemas complejos y ayudar en grupo a abordarlos para ofrecer posibles soluciones.
Ciertamente, la taxonomía de Bloom está orientada al aula, que es diferente a las situaciones a las que se enfrenta un artista que trabaja con una comunidad, un grupo activista o un grupo al azar de individuos. Sin embargo, si se está de acuerdo en que la práctica social le debe prestar atención a la profundidad del intercambio que se da con las comunidades con las que interactúa, esta taxonomía puede ser relevante para indicar el nivel en que los interlocutores se involucran en el proyecto, lo que se puede esperar de ellos y lo significativo del impacto que está teniendo en su pensamiento y en el propio.
DIÁLOGO PARTICIPATIVO E INTERÉS MUTUO
Abrir un espacio discursivo implica otorgar a otros la posibilidad de insertar su contenido dentro de la estructura que se ha construido. Mientras más abierta sea esta estructura, mayor responsabilidad le será otorgada al grupo para darle forma al intercambio. El desafío principal es poder encontrar el balance entre la relación de incentivos entre los participantes y uno mismo con el formato que se presenta. Esto quiere decir que al abrir la estructura de conversación se debe estar preparado para involucrarse en las respuestas de los interlocutores. Una de las razones principales por las que un proyecto de arte público, comunitario o de práctica social no cumple sus objetivos radica en el hecho de que el artista percibe a la comunidad con la que trabaja como un grupo meramente utilitario, con el que puede trabajar para producir una obra, pero sin compenetrarse en sus intereses o problemas. Este distanciamiento provoca en la comunidad la sensación de estar siendo utilizada, en vez de estar formando parte de un proyecto colaborativo. En otras palabras, la relación entre la apertura de formato y contenido del proyecto tiene que ser directamente proporcional al nivel de interés genuino que el artista tiene en las experiencias de esta comunidad y a su deseo de aprender de estas experiencias.
Si, en cambio, la actitud del artista es la de actuar como agente de servicio y abrir completamente el proceso para obedecer las decisiones e intereses de la comunidad, no solo se está abandonando la responsabilidad de gestar un diálogo crítico con la comunidad, sino que se propone una situación de dependencia en la que el artista viene solo a «resolver» un problema como si fuera un profesional técnico. Irónicamente, aunque estos gestos de actuación como agentes de servicio suelen ser bien intencionados, terminan por ser paternalistas y reflejan la misma falta de interés y de apertura al intercambio que la de un artista que viene a imponer su visión en una comunidad. Es por ello que el diálogo ideal entre el artista y una comunidad tiene que encontrar ese balance adecuado de apertura e interés mutuo, basado en la declaración directa y comprensión de intereses comunes.
Nota
Los fragmentos anteriores abarcan apenas algunas perspectivas desde las que considero que la pedagogía y la práctica social se interrelacionan. El tema principal no abarcado en este artículo concierne a la documentación y evaluación de una experiencia, lo cual he encontrado que suele generar polémica. Esto se debe a que el impulso de evaluar se interpreta a veces como un sometimiento del arte a un pragmatismo instrumentalista. Este no es el objetivo de evaluar, sino el de referir de una manera objetiva lo que ocurrió o no ocurrió en relación a una experiencia, para permitir la libre interpretación de la acción.
Si bien el impulso de documentación de toda obra es casi inmediato, en el caso de la práctica social está sujeto a toda clase de problemáticas, debido a que la línea divisoria entre lo que de hecho ocurrió y la manera en que lo reporta el artista es altamente ambigua. No puedo adentrarme en una explicación detallada de este tema, pero, regresando a la pedagogía, basta con decir que la práctica social, en cuanto que busca ser no una práctica simbólica sino actual, tiene que someterse a la documentación presente y no meramente simbólica. De nuevo, la pedagogía ofrece una variedad de métodos evaluativos y de documentación que permiten hacer un análisis comparativo de las dinámicas que tomaron lugar. En la vida real no es lo mismo decir que uno construyó una escuela que el construirla, o decir que uno inició una manifestación que realizarla. La virtualidad, en el contexto de la práctica social, es tentadora por cuanto un artista, a fin de cuentas, puede mentir como parte de su obra. Pero la práctica social se fundamenta en interactuar con el mundo real, y no solo con el mundo del arte. En últimas, aceptar el rigor documental en una propuesta artística es una decisión ética, pero que está íntimamente ligada a la integridad estética de la obra. Esta es quizá una lección más que se puede aprender de la pedagogía: el aprendizaje no es la meta en sí, sino el medio para llegar a ella. No es posible llegar a las metas a través de la simulación del aprendizaje. En la práctica social, el proceso es la meta, y si este ha sido simulado, nosotros mismos nos ponemos en un lugar artificial al que decidimos arbitrariamente llamar meta.
NOTAS
1. En Latinoamérica, el tipo de arte que aquí caracterizo no se agrupa con una descripción tan programática como en el mundo angloparlante. Sin embargo, es claro que hoy día la dirección que han tomado las nuevas propuestas que buscan desarrollar las ideas del arte público, comunitario, relacional, de crítica institucional, participativo o colaborativo, no son un fenómeno local, sino generalizado y practicado por toda clase de individuos, colectivos y espacios alternativos. Por ello considero que requieren atención.
2. El término anglosajón, social practice, ha proliferado en el medio del arte contemporáneo y hace referencia al tipo de obra actual que en tiempos anteriores ha recibido el nombre de «arte público», «comunitario», «participativo» e incluso «relacional». Sin embargo, es posible que social practice haya emergido en respuesta al bagaje cultural de estos terminos, y parece comenzar a predominar como referente del grupo de formas de trabajo de varios artistas actuales, cuyo objetivo principal es trabajar con individuos o comunidades. Debido a la proliferación del término y a la ausencia de un equivalente directo en español, por conveniencia me remitiré a «práctica social» o «arte socialmente involucrado».
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
De Quincey, Thomas. 1910 [1847]. «Conversation». In The Lost Art of Conversation, Horatio S. Krans (ed.). New York: Sturgis & Walton Company.
Jackson, Shannon. 2011. Social Works: Performing Art, Supporting Publics, New York: Routledge.
Kester, Grant H. 2004. Conversation Pieces: Comunity and comunication in modern art. California: University of California Press.
Rancière, Jacques. 2008. Le specteur émancipé. Paris: La Fabrique éditions. En español: 2010. El espectador emancipado. Ariel Dilon (trad.). España: Ellago ediciones.
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